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Por Pilar Luna

 

El atuendo, y por consiguiente la moda, siempre ha sido un medio importante y contundente para comunicar y dar mensajes. Ha sido una buena forma de expresarse y uno de los mejores vehículos para que los movimientos de reivindicación de las mujeres se hagan notar. Actualmente, las celebridades se pasean por las alfombras rojas de los eventos más importantes con looks que hablan de sus posiciones frente a los abusos de la industria y han logrado visibilizar y poner sobre el tapete un problema de dimensiones inimaginables a través de vestidos de gala y mucho glamur.

 

Pero nada de esto es nuevo. Si nos vamos a la historia, la moda ha servido de vehículo para lograr cambios importantes. Hablar de Chanel en este aspecto, por ejemplo, es lo obvio si vemos que más allá de ser una de las diseñadoras más importantes del siglo XX, consiguió que las mujeres se liberaran a través de sus propuestas de vestuario, de opresiones tan grandes como el corsé o las estructuras enormes que usaban debajo de sus ropajes. Subir la falda, mostrar tobillo, usar pantalones, mostrar pantorrilla, vestirse con atuendos de hombres y mucho más, es parte del gran legado que Coco Chanel dejó con sus “ideas revolucionarias” en materia de moda, pero, sobre todo, en aportes al movimiento feminista.

 

Christina Hendricks en la entrega 75 de los Globo de Oro.

 

¿Entonces qué tienen estos movimientos de diferentes? Es importante analizar cómo las mujeres han ganado muchos espacios y han conquistado varias batallas frente a la desigualdad que históricamente han sufrido frente a los hombres, pero viéndose como ellos, poniéndose un uniforme masculino para demostrar poder y ganar respeto. Según escribe Mary Beard en su libro Mujeres y Poder, un manifiesto: “No tenemos ningún modelo del aspecto que ofrece una mujer poderosa, salvo que se parece más bien a un hombre. La convención del traje pantalón, o como mínimo de los pantalones que visten tantas líderes políticas, desde Ángela Merkel hasta Hillary Clinton, puede ser cómoda y práctica. Esta forma de vestir puede que sea indicativa del rechazo a convertirse en un maniquí, destino de muchas de las esposas de los políticos, pero también puede que sea una táctica —cómo la de bajar el timbre de la voz— para que las mujeres parezcan más viriles y así puedan encajar mejor en el papel del poder”.

 

Y de eso se trató el power suit, el famoso traje de dos piezas que se empezó a utilizar en los años ochenta con chaqueta de hombros marcados y que connotó que la mujer se viera mucho más poderosa para ingresar a lo que hasta ese momento era un mundo exclusivamente masculino: el de los negocios, los cargos de poder económico y político. El traje fue la respuesta de estas mujeres fuertes para decirle al mundo que eran igual o mucho más capaces que ellos para ocupar cargos importantes, incluso la presidencia.

 

 

Hillary Clinton

 

El movimiento Time’s Up que logró que las grandes celebridades se pusieran trajes negros en varias de las alfombras rojas más importantes de la industria del cine, habla de un empoderamiento de la mujer desde una forma distinta de ver el atuendo: se trata de una declaración de principios a través de la moda más pura. Aquí el mensaje es diferente porque las mujeres no están buscando parecerse a los hombres, sino, todo lo contrario, buscan verse muy femeninas para exigir respeto. Exigirlo desde la forma más glamurosa y elegante que puede haber en lo que a moda se refiere. Trajes de gala, muy sofisticados con los que se sienta precedentes, a través de un color símbolo del luto, pero también de la elegancia: protestar por el abuso permanente de los hombres que ostentan su poder aprovechándose de su condición de desventaja.

Esta vez, el power dressing, es diferente. No es un traje de dos piezas llegado del mundo masculino, sino que es la expresión más sofisticada del atuendo femenino, convertido en su uniforme.

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